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29.7.06

LOS CIEN AñOS DE JOHN HUSTON




John Huston
Un pesimista lúcido

El 5 de agosto cumpliría cien años uno de los cineastas más singulares que ha dado el cine norteamericano. Aunque respetado y admirado, nunca se le concedió un sitio entre los grandes del cine (Ford, Mizoguchi, Hitchcock, Renoir...), pero su irregular filmografía, que ocupa más de cuarenta años, arroja un buen manojo de obras maestras.


Con un estilo intuitivo y funcional, y un talento narrativo extraordinario, sus películas, entre lúcidas y desesperanzadas, desentrañaron el sentido de la aventura y el arquetipo del perdedor.

Tan intensa su obra como su vida, ocupó un lugar de honor en el film noir (El halcón maltés, Cayo largo, La jungla de asfalto) y el cine de aventuras (El tesoro de Sierra Madre, Moby Dick, La reina de África, El hombre que pudo reinar), al tiempo que firmó obras de gran originalidad (Moulin Rouge, Fat City, El honor de los Prizzi), emocionalmente torrenciales (Vidas rebeldes, La noche de la iguana, Paseo por el amor y la muerte) o profundamente intimistas (Los muertos).

En su centenario, Román Gubern recuerda su abultada filmografía.

John Huston pertenece a la lost generation, que sufrió las turbulencias de la Segunda Guerra Mundial y del maccarthysmo, unos años en los que aportó su talento en títulos capitales del cine negro. Huston, en cuya biografía se suceden la experiencia militar y el boxeo, había iniciado una modesta carrera como actor en 1925, a la sombra de su padre, Walter Huston, que dio paso a su actividad como guionista, en títulos tan notables como El último refugio (1941), de Raoul Walsh y con Humphrey Bogart, en el año de su debut como director.

En efecto, Huston recuperó a Bogart, que moría como gángster fugitivo al final de aquel film, para convertirlo en el detective privado Sam Spade de El halcón maltés (1941), una versión magistral de la novela de Dashiell Hammmett. Bogart encarnó a un personaje de perfil turbio en el claroscuro de un choque de codicias, en pos de la valiosa estatuilla del halcón. El gangster daba paso así a un detective menos romántico y erigía un hito en la historia del cine.

Al estallar la guerra realizó documentales al servicio del ejército y su regreso a la vida civil se produjo con el éxito de El tesoro de Sierra Madre (1947), donde Bogart se metamorfoseó en buscador de oro en la sierra mexicana. En esta cinta, que conquistó el Oscar al mejor guión y dirección, cristalizó el esquema pesimista de sus personajes perdedores, que veían coronado su esfuerzo con un inesperado fracaso: el oro arrancado a la tierra volvía al final a ella. De este modo se sublimaba la figura del loser, arquetipo central en su filmografía.

Regresó Huston al cine negro adaptando a Maxwell Anderson en Cayo Largo (Key Largo, 1948), enfrentando a Edward G. Robinson, representante del viejo gangster de la Depresión, con un Bogart sensibilizado por la presencia de Lauren Bacall (convertida ya en su esposa en la vida real). Su contribución al género culminó con La jungla de asfalto (1950), título emblemático que humanizó a los gangsters, liderados por Sterling Hayden, y que fracasaban tras haber asaltado con éxito la caja fuerte de una joyería, desenmascarando además Huston las conexiones del hampa profesional con hombres de negocios aparentemente respetables. Así Huston nos desveló la trastienda corrupta del poder social.

En The Red Badge of Courage (1951), protagonizada por un soldado desertor, se internó con acidez en la guerra civil americana y se saldó por vez primera con un fracaso. Pero Huston remontó con su espléndida comedia en Technicolor La reina de Africa (1952), que reunió en inhóspitos parajes africanos un dúo formado por un aventurero (Humphrey Bogart) y una puritana (Katharine Hepburn). En un cambio de registro espectacular, que volvía a demostrar su eclecticismo como cineasta, capaz de adaptarse a cualquier género y contar cualquier historia, Huston reconstruyó en Moulin Rouge (1953) los escenarios del París finisecular para biografiar al pintor Toulouse-Lautrec (José Ferrer), tratando de buscar con su manejo del color las equivalencias plásticas de su obra. Luego acometió una versión de una obra maestra literaria, la epopeya ballenera Moby Dick (1956). A partir de un guión escrito con Ray Bradbury, se rodó con Gregory Peck encarnando al capitán Ahab –antihéroe blasfemo- y Orson Welles, en la breve pero imponente aparición del padre Mapple en su púlpito en forma de proa. La fotografía de Oswald Morris se plasmó en una gama de colores fríos, simulando la tonalidad fotográfica del siglo XIX.

Con Sólo Dios lo sabe (1957) reunió en una isla del Pacífico a un militar extraviado durante la Guerra Mundial (Robert Mitchum) y a una monja irlandesa (Deborah Kerr), lo que convertía al film en un eco de La reina de Africa. El contraste entre ambos sexos, que siempre le interesó al cineasta, reapareció en El bárbaro y la geisha (1958), que enfrentó en el Japón decimonónico a John Wayne y Eiko Ando. Su alejamiento de los escenarios de la América contemporánea, donde no se sentía a gusto, se confirmó con Las raíces del cielo (1958), incursión africana basada en la novela de Romain Gary. Después de estos films acogidos tibiamente, Huston recuperó su pulso con el western Los que no perdonan (1960), reclutando a Audrey Hepburn, convertida en epicentro de una familia de pioneros que se enfrentan a los indios.

Su siguiente film, Vidas rebeldes (1961), resultó emblemático. Con un texto de Arthur Miller, en el ocaso de su relación sentimental con Marilyn Monroe, reunió a esta actriz, a Clark Gable en el papel de un cowboy declinante y a Montgomery Clift. Rodada en Nevada, este film crepuscular acerca del fracaso existencial supondría las últimas apariciones ante la pantalla de Marilyn Monroe y de Clark Gable. Este aspecto melancólico contaminó su siguiente Freud, pasión secreta (1962), inquietante viaje al interior de la conciencia protagonizado por Montgomery Clift.

A los 60 años, Huston se encontraba en la situación de un director prestigioso, pero, aparentemente, con pocas novedades que ofrecer. Instalado en Irlanda, tierra de sus antepasados, recuperó el pulso al explorar la homosexualidad de un militar en Reflejos en un ojo dorado (1967), según la novela de Carson McCullers y con Marlon Brando y Elizabeth Taylor. Pero su resurrección artística llegó con su film pugilístico Fat City (1972), sobrio y preciso, que constituyó a la vez la exploración de un ambiente que conocía bien y un retrato implacable de sus sujetos perdedores.

Todavía demostró Huston destellos de talento en su duro alegato contra el fanatismo religioso en Sangre sabia (1979); o en su versión de la obra maestra de Malcom Lowry Bajo el volcán (1984); o en su mirada irónica a la mafia norteamericana en El honor de los Prizzi (1985), erigida en pedestal para su hija, Anjelica Huston. Con mala salud, las compañías de seguros se negaban a asumir el riesgo de sus rodajes. Pero tuvo todavía ocasión de dirigir un viejo proyecto, Los muertos (1987), inspirada en el último relato de James Joyce, que con su velada en casa de dos solteras en Dublín (Helena Carroll y Cathleen Delany) adquirió la envergadura poética de un testamento de su autor en vísperas de su muerte.

El balance de su carrera ofreció una impresionante galería de personajes broncos, marginales o frustrados, víctimas de la violencia interior o exterior, percibidos por una mirada desencantada, cuya visión pesimista de la condición humana ofreció un contrapunto de gran dureza a la América sonrosada y feliz aireada usualmente por el Hollywood optimista.

Román GUBERN / El Cultural

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