EL ESCRITOR KAZUO ISHIGURO: OBRA, REFLEXIONES Y BUSQUEDAS
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Para alejar la idea de la muerte
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Kazuo Ishiguro nació en Japón, pero fue llevado a Inglaterra a los seis años. Hoy es uno de los mayores escritores en lengua inglesa. Fue consagrado con Los restos del día, llevada al cine con la recordada actuación de Anthony Hopkins. En esta entrevista repasa sus novelas, revela sus miedos y confiesa su amor por Borges, el tango y el fútbol argentino.
Kazuo Ishiguro
Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954)
Escritor británico de origen japonés. Ishiguro nació en Nagasaki; se trasladó a Inglaterra a los seis años y estudió en la Universidad de Kent antes de doctorarse en la Universidad de East Anglia en escritura creativa, curso creado e impartido por el escritor Malcolm Bradbury. Tras publicar varios cuentos y artículos en revistas durante 1980, publicó su primera novela Pálida luz en las colinas (1982), por la que ganó el premio Winifred Holtby. Por su siguiente novela, Un artista del mundo flotante (1986), ganó el premio Whitbread de Literatura. Los restos del día (1989) fue ampliamente elogiada y le valió el Booker Prize. La novela narra en primera persona los recuerdos de un mayordomo inglés que evoca su carrera en tono presuntuoso y reprimido, consciente de sus deberes, y pone de manifiesto cuánto le ha costado su vida de servicio; la conclusión, por su reticencia, resulta angustiosa en tanto que manifiesta una vida perdida y no recuperable.
El manejo admirable de una narrativa y unos personajes intrínsecamente ingleses, apoyados en investigaciones rigurosas de los detalles históricos, despertaron una gran admiración y el libro fue llevado al cine en 1993 con la participación de Anthony Hopkins y Enma Thompson, con el título Lo que queda del día. Su siguiente novela sorprendió a los críticos. El desconsolado (1995) no podía ser más distinta que su predecesora: un largo relato de pesadilla, surrealista y virtualmente sin argumento, que recuerda a Kafka. Ambientado en un no especificado país europeo, trata de la visita de un pianista que se supone está interpretando un concierto que parece estar condenado a no llegar a producirse, mientras los siniestros fragmentos de las vidas y conversaciones de la gente de la ciudad giran a su alrededor
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Por Carlos Alfieri / Página 12
–Al director de cine taiwanés Ang Lee le preguntaron en 1995, cuando se estrenó su película Sentido y sensibilidad, cómo un chino como él había captado tan profundamente el espíritu de Inglaterra y el de la novela de Jane Austen. El respondió que no le había costado mucho, porque la sociedad china de la que procedía era tan ritualista y formalista como la inglesa. ¿Ha encontrado usted similitudes análogas entre la sociedad japonesa y la británica?
–No sé con precisión la edad que tiene Ang Lee, pero me parece que tiene los mismos años que yo...
–Sí, exactamente.
–Y bien, pienso que no se trata tanto de sociedades formalistas parecidas. A partir de mi generación, todos hemos crecido leyendo los mismos libros, viendo las mismas películas, respirando una cierta atmósfera cultural globalizada, por lo que ya no debería llamar la atención a nadie que alguien de origen chino como Ang Lee, o japonés como yo, pueda escribir sobre otros temas supuestamente ajenos a su cultura de origen. También existen hoy muchos directores de cine latinoamericanos que realizan películas en Europa, cuyas historias, en general, se desarrollan en este continente. Justamente un cineasta brasileño, Fernando Meirelles, ha dirigido El jardinero fiel, adaptación de la novela de John Le Carré que ocurre en Africa.
Hoy vivimos en un mundo en que tanto escritores como directores de cine se sienten confiados en la realización de este tipo de obras, digamos, internacionales. La confianza en uno mismo es la clave para abordarlas. A veces, la gente está intimidada por la superficie social de una realidad aparentemente diferente, pero lo que cuenta son las historias que se alojan en el interior de cada persona, que suelen ser menos disímiles.
–Una poco afortunada película norteamericana de Michael Bay, La isla, especie de fábula futurista, guarda en su argumento –y digo sólo en su argumento– un asombroso parentesco con el de su última novela, Nunca me abandones. ¿Ha visto ese filme o se lo ha comentado alguien?
–No, no lo he visto, pero oí hablar de él justo cuando había acabado mi novela y estaba a punto de publicarse. Lo que usted me comenta también lo refirió un crítico de The New York Times, que relacionaba mi libro con esa película y con una obra teatral de Carol Churchill, porque abordaban un tema análogo. El periodista destacaba como un rasgo muy interesante que las tres obras hubiesen aparecido casi al mismo tiempo. Y claro, yo creo que cada vez veremos más películas, libros y producciones artísticas de todo tipo que traten el tema de los clones, de los androides, porque son temas que cada vez circulan más en nuestro mundo a causa de la evolución de las ciencias.
Pero no sólo por eso: constituyen una magnífica oportunidad para los escritores de formular en nuevas circunstancias las preguntas que siempre inquietaron a la literatura, como qué es el alma humana, cuál es la esencia del ser humano, incluso la relación del hombre con Dios, que es un planteamiento que había desaparecido de la literatura contemporánea, y que ahora regresa pero en una atmósfera más secular. También Michel Houellebecq utiliza en su última novela a clones que narran su historia.
–Su novela Los restos del día fue llevada al cine por James Ivory, y el resultado fue una película admirable. Ahora se habla de la adaptación cinematográfica de Nunca me abandones. A través de su propia experiencia, ¿qué ve de bueno y qué de malo en las relaciones entre literatura y cine?
–Yo he trabajado también como guionista cinematográfico, y eso me permite, de alguna manera, situarme en la perspectiva de los cineastas. Posiblemente algunos de mis colegas no estarán de acuerdo con lo que voy a decir, pero pienso que lo único importante es si la película es buena o no. No creo que todo el equipo que realiza un film inspirado en una novela –director, guionista, etcétera– se tenga que preocupar demasiado por ser fiel al libro original. Sinceramente, para mí esto no es tan importante. Muchas veces la mejor manera de hacer una gran película es ser muy fiel al libro que se adapta, pero otras veces no, todo lo contrario, hay que partir de un punto de vista radicalmente opuesto. Es un error pensar que la adaptación de una novela al cine es una especie de traducción, como de una lengua a otra. No es eso sino una nueva creación.
–Desde su primera novela, Pálida luz en las colinas, su escritura suele presentar una superficie tersa, diáfana, debajo de la cual laten los horrores más atroces. ¿Cree que la tensión entre formas narrativas que podríamos caracterizar como apacibles, distantes, y el desasosiego abismal de lo que narran es uno de los logros centrales de la literatura del siglo XX, en el que Kafka fue su genio indiscutible?
–No creo que se pueda generalizar y atribuirle a esta forma de narrar el carácter de rasgo central de la literatura contemporánea. Pienso, por ejemplo, en dos escritores de mi generación, Salman Rushdie y Martin Amis, que no practican para nada este procedimiento literario. Tal vez sea una cuestión de temperamento. Creo que esa característica se puede encontrar en todas las épocas y en todas las generaciones, y no sólo en la literatura sino en todas las artes: en el jazz, pongamos por caso, en Charlie Parker y Miles Davis.
–Tengo la sensación de que su libro Los inconsolables marca una ruptura en esa prosa de controlada placidez que acabo de mencionar, y que algún crítico irreflexivo pudo calificar de realista. Con esta novela estalla un estilo más desenfrenado, fantástico, disparatado, laberíntico. Pero en sus obras posteriores la narración recupera las formas que la habían caracterizado antes. ¿Fue un experimento fallido el de Los inconsolables?
–Me gusta pensar que cada libro es un proyecto individual, y que la forma de narrar que adopto coincide con ese proyecto. En Los inconsolables intenté analizar el pasado de una persona de una forma diferente. Cuando recordamos el pasado solemos hacerlo a partir del hallazgo en el presente de determinados elementos que se asemejan a cosas ya vividas. Tomé como modelo la forma en que soñamos. Lo que me choca cuando soñamos es que con frecuencia aparecen acciones del pasado que quedan completamente enganchadas y mezcladas con imágenes del presente. Por ejemplo, veo aquí en el hotel la imagen del recepcionista y se me queda grabada, pero luego, cuando sueño, esa imagen ya no corresponde al recepcionista sino a alguien mucho más importante para mi vida que viene del pasado.
Con esta metodología traté en Los inconsolables de llegar a los recuerdos de otras personas. Y en este libro experimenté con las posibilidades narrativas que podría desplegar en otras obras. Pero en general, cuando tengo un proyecto de novela, trato de escoger la forma narrativa más simple que sea adecuada para ese libro.
–Su novela Los restos del día fue considerada por muchos como perfecta. Todo indica que Nunca me abandones la sigue en ese camino de perfección. ¿Son sus dos libros que más lo satisfacen?
–No necesariamente. Además, encuentro muy sospechoso esto de la perfección. A mí me gustan los libros que se abren a algún peligro, que se abren a los demás. Pero de todos modos estoy muy contento de recibir esos cumplidos... aunque también me intimida que me digan que he escrito un libro perfecto, porque después de eso no querré saber lo que seguirá... Es como para no escribir más. El libro considerado menos "perfecto" de los míos, Los inconsolables, fue sin embargo muy importante para mí, porque me abrió nuevos campos como escritor.
–¿Se puede decir que la impotencia, la imposibilidad de asumir una vida distinta, que tan bien ejemplifica el mayordomo Stevens de Los restos del día, es la preocupación fundamental de su literatura?
–Creo que la gente sólo puede cambiar su vida un poquito. En Stevens se ve a alguien que de una forma muy dolorosa intenta empezar a cambiar su visión del mundo e incluso la de su propia vida. Pero la parte triste es que él, como todos los hombres, comprueba que es muy limitada la parte que puede cambiar. Algo que siempre me ha llamado la atención es el contraste que existe entre la experiencia de un país y la de una persona. Un país puede aprender de sus muchos errores, y así puede surgir una generación nueva que los corrija, pero el tiempo vital de una persona es tan restringido que no le permite esa posibilidad de cambio. En mis primeros libros trataba de retratar personajes que vivían en un mundo que cambiaba muchísimo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y al final ellos asumían que esos cambios eran positivos para la comunidad, pero que para ellos ya no representaban nada.
–En Nunca me abandones, los chicos del internado de Hailsham son "especiales", deberán realizar unas enigmáticas "donaciones" y después "completar" algo que no se sabe bien qué es. Un cuidadísimo repertorio de eufemismos designa su realidad. No cuesta nada establecer el paralelismo con nuestra época, plena de eufemismos como "flexibilización laboral" o "guerras humanitarias". ¿Ya vivimos todos en Hailsham?
–Bueno, al escribir esta novela yo pensaba esencialmente en los eufemismos que rodean al envejecimiento y la muerte. Todos empleamos una gran cantidad de eufemismos para maquillar y alejar de nosotros la idea de la muerte. En realidad, lo que intenté explicar es el viaje que hacemos desde la adolescencia a la edad madura. Naturalmente, en este caso se trata de un viaje muy extraño, porque para estos niños el recorrido se limita a los treinta años de edad. Pero igual, de alguna manera, quería retratar los estadios que atravesamos desde la adolescencia hasta la edad adulta. Así que utilicé los eufemismos que podemos emplear nosotros para hablar de las enfermedades o la vejez.
–En cierto modo, Nunca me abandones se disfraza de novela de ciencia-ficción, y de internados ingleses, y de terror, así como Cuando fuimos huérfanos lo hacía de novela de detectives. ¿Le encanta jugar con los géneros para dinamitarlos y expandirlos?
–En los casos concretos de Los restos del día y Cuando fuimos huérfanos era muy consciente de los géneros que evocaban; por ejemplo, en el personaje del mayordomo Stevens recordaba la imagen del mayordomo en las novelas de P. G. Wodehouse a modo de trampa, quería engañar con esa imagen, y en Cuando fuimos huérfanos es evidente que jugaba con las novelas de detectives. Pero confieso que en Nunca me abandones no, entre otras cosas porque la ciencia-ficción no es un género que me atraiga demasiado, y tampoco esperaba que mis lectores estuvieran familiarizados con él. En cambio, cuando escribí Los restos del día era consciente de que todos mis lectores sabían lo que era una novela con un mayordomo, y con "Cuando fuimos huérfanos" obviamente sabía que todo el mundo conocía perfectamente lo que era una novela de detectives. Pero en Nunca me abandones me sentí como forzado a utilizar la ciencia-ficción, porque era la única manera de poder narrar la historia que yo quería desarrollar. En el primer intento que hice de escribir la novela, los chicos no eran clones. Yo tenía la idea del libro en la cabeza hacía más de quince años, y entonces me sentía muy presionado por el tema de las armas nucleares, pero sentía que así la historia no funcionaba.
Cuando vi clarísimo que los chicos tenían que ser clones es cuando se me abrió la dimensión verdaderamente trágica de la historia: una generación de seres humanos sin padres, sin familia, sólo creados para servir a otras personas, y cuyas vidas serían muy cortas, no por el peligro de una catástrofe nuclear sino porque así estaban programadas desde un principio. Así es como entré en el territorio de los clones y de la biotecnología. Es como si hubiera llegado a un país por accidente –el país de la ciencia-ficción– sin conocer las costumbres y las leyes de ese país.
–Muchos críticos hicieron excesivo hincapié en que con este libro incursionaba en la ciencia-ficción, pero yo no lo veo así: puedo entender la vida breve de los clones como una metáfora de la fugacidad de la existencia humana en general.
–Desde luego, desde luego. Ese es el corazón de mi libro.
–¿Mantiene viva la lengua japonesa? ¿Lee literatura de su país? Si es así, ¿qué escritores de ese ámbito le interesan especialmente?
–Nunca he podido leer en japonés, pero sí en cambio he visto muchas películas japonesas –particularmente de la década de 1950: Ozu, mi preferido, Kurosawa...–, que es para mí una manera de acceder directamente a la cultura de mi país de origen.
–¿Conoce el cine de Takeshi Kitano?
–Sí, claro. Me interesan mucho las películas de Kitano. En cuanto a escritores, me atrae Murakami. Pero en conjunto, no me motiva demasiado lo que está pasando en Japón: me parece demasiado violento y extraño.
–A pesar de que no lee japonés, ¿cree que le ha influido en algo la cultura nipona?
–Sin duda, tengo una notoria influencia de la cultura japonesa, en especial del cine, en mis primeros trabajos. Y los recuerdos de mi niñez en Japón influyeron en mis primeros textos.
–¿Qué autores le proporcionaron las experiencias más intensas de lectura y a qué edad?
–Mi primer fervor literario transcurrió de los nueve a los doce años, en que leí todas las novelas de Sherlock Holmes. Le diré más: incluso ahora, cuando releo lo que he escrito, detecto algunos rastros de los libros del famoso detective de Conan Doyle. Después, a los diecinueve o veinte años, me apasioné con Dostoievski. Tal vez es difícil encontrar la influencia de Dostoievski en mis novelas, pero de joven me poseyó por completo. En mi primera época de escritor, el autor que más gravitó sobre mí fue Marcel Proust. Cuando escribía mi primer libro lo hacía casi como un guión de cine, con muchísimo diálogo (porque en esa época también escribía guiones de cine), pero entonces leí a Proust y decidí que mi camino literario tenía que ir por otro lado.
Esa manera de escribir a partir de un narrador que apela a sus recuerdos, a lo que tiene guardado en su memoria, y que va involucrando a otras personas, es una influencia muy clara de Proust. Una vez dicho esto, debo confesar que no me gusta especialmente Proust. Por momentos lo encuentro muy snob y muy aburrido (risas).
–Sé que usted es un gran admirador de Astor Piazzolla y del tango. ¿Le interesa también la literatura argentina?
–Sé que a partir de la publicación de una entrevista que me hizo una periodista argentina he quedado sacralizado en ese país como "el fanático" de Maradona, el tango y Astor Piazzolla (más risas). Desde entonces me llueven invitaciones para visitar Argentina... Y sí, me gusta mucho el fútbol argentino, pero no sólo Maradona; también he admirado mucho a Mario Kempes. En cambio debo decirle que, por desgracia, apenas he leído literatura argentina, excepto Borges, naturalmente. Borges, a quien leí cuando empecé a escribir, es para mí una de las figuras fundamentales, con Kafka y Beckett, que han escrito desde fuera del realismo.
Página 12/Bs. As. Argentina
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Para alejar la idea de la muerte
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Kazuo Ishiguro nació en Japón, pero fue llevado a Inglaterra a los seis años. Hoy es uno de los mayores escritores en lengua inglesa. Fue consagrado con Los restos del día, llevada al cine con la recordada actuación de Anthony Hopkins. En esta entrevista repasa sus novelas, revela sus miedos y confiesa su amor por Borges, el tango y el fútbol argentino.
Kazuo Ishiguro
Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954)
Escritor británico de origen japonés. Ishiguro nació en Nagasaki; se trasladó a Inglaterra a los seis años y estudió en la Universidad de Kent antes de doctorarse en la Universidad de East Anglia en escritura creativa, curso creado e impartido por el escritor Malcolm Bradbury. Tras publicar varios cuentos y artículos en revistas durante 1980, publicó su primera novela Pálida luz en las colinas (1982), por la que ganó el premio Winifred Holtby. Por su siguiente novela, Un artista del mundo flotante (1986), ganó el premio Whitbread de Literatura. Los restos del día (1989) fue ampliamente elogiada y le valió el Booker Prize. La novela narra en primera persona los recuerdos de un mayordomo inglés que evoca su carrera en tono presuntuoso y reprimido, consciente de sus deberes, y pone de manifiesto cuánto le ha costado su vida de servicio; la conclusión, por su reticencia, resulta angustiosa en tanto que manifiesta una vida perdida y no recuperable.
El manejo admirable de una narrativa y unos personajes intrínsecamente ingleses, apoyados en investigaciones rigurosas de los detalles históricos, despertaron una gran admiración y el libro fue llevado al cine en 1993 con la participación de Anthony Hopkins y Enma Thompson, con el título Lo que queda del día. Su siguiente novela sorprendió a los críticos. El desconsolado (1995) no podía ser más distinta que su predecesora: un largo relato de pesadilla, surrealista y virtualmente sin argumento, que recuerda a Kafka. Ambientado en un no especificado país europeo, trata de la visita de un pianista que se supone está interpretando un concierto que parece estar condenado a no llegar a producirse, mientras los siniestros fragmentos de las vidas y conversaciones de la gente de la ciudad giran a su alrededor
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Por Carlos Alfieri / Página 12
–Al director de cine taiwanés Ang Lee le preguntaron en 1995, cuando se estrenó su película Sentido y sensibilidad, cómo un chino como él había captado tan profundamente el espíritu de Inglaterra y el de la novela de Jane Austen. El respondió que no le había costado mucho, porque la sociedad china de la que procedía era tan ritualista y formalista como la inglesa. ¿Ha encontrado usted similitudes análogas entre la sociedad japonesa y la británica?
–No sé con precisión la edad que tiene Ang Lee, pero me parece que tiene los mismos años que yo...
–Sí, exactamente.
–Y bien, pienso que no se trata tanto de sociedades formalistas parecidas. A partir de mi generación, todos hemos crecido leyendo los mismos libros, viendo las mismas películas, respirando una cierta atmósfera cultural globalizada, por lo que ya no debería llamar la atención a nadie que alguien de origen chino como Ang Lee, o japonés como yo, pueda escribir sobre otros temas supuestamente ajenos a su cultura de origen. También existen hoy muchos directores de cine latinoamericanos que realizan películas en Europa, cuyas historias, en general, se desarrollan en este continente. Justamente un cineasta brasileño, Fernando Meirelles, ha dirigido El jardinero fiel, adaptación de la novela de John Le Carré que ocurre en Africa.
Hoy vivimos en un mundo en que tanto escritores como directores de cine se sienten confiados en la realización de este tipo de obras, digamos, internacionales. La confianza en uno mismo es la clave para abordarlas. A veces, la gente está intimidada por la superficie social de una realidad aparentemente diferente, pero lo que cuenta son las historias que se alojan en el interior de cada persona, que suelen ser menos disímiles.
–Una poco afortunada película norteamericana de Michael Bay, La isla, especie de fábula futurista, guarda en su argumento –y digo sólo en su argumento– un asombroso parentesco con el de su última novela, Nunca me abandones. ¿Ha visto ese filme o se lo ha comentado alguien?
–No, no lo he visto, pero oí hablar de él justo cuando había acabado mi novela y estaba a punto de publicarse. Lo que usted me comenta también lo refirió un crítico de The New York Times, que relacionaba mi libro con esa película y con una obra teatral de Carol Churchill, porque abordaban un tema análogo. El periodista destacaba como un rasgo muy interesante que las tres obras hubiesen aparecido casi al mismo tiempo. Y claro, yo creo que cada vez veremos más películas, libros y producciones artísticas de todo tipo que traten el tema de los clones, de los androides, porque son temas que cada vez circulan más en nuestro mundo a causa de la evolución de las ciencias.
Pero no sólo por eso: constituyen una magnífica oportunidad para los escritores de formular en nuevas circunstancias las preguntas que siempre inquietaron a la literatura, como qué es el alma humana, cuál es la esencia del ser humano, incluso la relación del hombre con Dios, que es un planteamiento que había desaparecido de la literatura contemporánea, y que ahora regresa pero en una atmósfera más secular. También Michel Houellebecq utiliza en su última novela a clones que narran su historia.
–Su novela Los restos del día fue llevada al cine por James Ivory, y el resultado fue una película admirable. Ahora se habla de la adaptación cinematográfica de Nunca me abandones. A través de su propia experiencia, ¿qué ve de bueno y qué de malo en las relaciones entre literatura y cine?
–Yo he trabajado también como guionista cinematográfico, y eso me permite, de alguna manera, situarme en la perspectiva de los cineastas. Posiblemente algunos de mis colegas no estarán de acuerdo con lo que voy a decir, pero pienso que lo único importante es si la película es buena o no. No creo que todo el equipo que realiza un film inspirado en una novela –director, guionista, etcétera– se tenga que preocupar demasiado por ser fiel al libro original. Sinceramente, para mí esto no es tan importante. Muchas veces la mejor manera de hacer una gran película es ser muy fiel al libro que se adapta, pero otras veces no, todo lo contrario, hay que partir de un punto de vista radicalmente opuesto. Es un error pensar que la adaptación de una novela al cine es una especie de traducción, como de una lengua a otra. No es eso sino una nueva creación.
–Desde su primera novela, Pálida luz en las colinas, su escritura suele presentar una superficie tersa, diáfana, debajo de la cual laten los horrores más atroces. ¿Cree que la tensión entre formas narrativas que podríamos caracterizar como apacibles, distantes, y el desasosiego abismal de lo que narran es uno de los logros centrales de la literatura del siglo XX, en el que Kafka fue su genio indiscutible?
–No creo que se pueda generalizar y atribuirle a esta forma de narrar el carácter de rasgo central de la literatura contemporánea. Pienso, por ejemplo, en dos escritores de mi generación, Salman Rushdie y Martin Amis, que no practican para nada este procedimiento literario. Tal vez sea una cuestión de temperamento. Creo que esa característica se puede encontrar en todas las épocas y en todas las generaciones, y no sólo en la literatura sino en todas las artes: en el jazz, pongamos por caso, en Charlie Parker y Miles Davis.
–Tengo la sensación de que su libro Los inconsolables marca una ruptura en esa prosa de controlada placidez que acabo de mencionar, y que algún crítico irreflexivo pudo calificar de realista. Con esta novela estalla un estilo más desenfrenado, fantástico, disparatado, laberíntico. Pero en sus obras posteriores la narración recupera las formas que la habían caracterizado antes. ¿Fue un experimento fallido el de Los inconsolables?
–Me gusta pensar que cada libro es un proyecto individual, y que la forma de narrar que adopto coincide con ese proyecto. En Los inconsolables intenté analizar el pasado de una persona de una forma diferente. Cuando recordamos el pasado solemos hacerlo a partir del hallazgo en el presente de determinados elementos que se asemejan a cosas ya vividas. Tomé como modelo la forma en que soñamos. Lo que me choca cuando soñamos es que con frecuencia aparecen acciones del pasado que quedan completamente enganchadas y mezcladas con imágenes del presente. Por ejemplo, veo aquí en el hotel la imagen del recepcionista y se me queda grabada, pero luego, cuando sueño, esa imagen ya no corresponde al recepcionista sino a alguien mucho más importante para mi vida que viene del pasado.
Con esta metodología traté en Los inconsolables de llegar a los recuerdos de otras personas. Y en este libro experimenté con las posibilidades narrativas que podría desplegar en otras obras. Pero en general, cuando tengo un proyecto de novela, trato de escoger la forma narrativa más simple que sea adecuada para ese libro.
–Su novela Los restos del día fue considerada por muchos como perfecta. Todo indica que Nunca me abandones la sigue en ese camino de perfección. ¿Son sus dos libros que más lo satisfacen?
–No necesariamente. Además, encuentro muy sospechoso esto de la perfección. A mí me gustan los libros que se abren a algún peligro, que se abren a los demás. Pero de todos modos estoy muy contento de recibir esos cumplidos... aunque también me intimida que me digan que he escrito un libro perfecto, porque después de eso no querré saber lo que seguirá... Es como para no escribir más. El libro considerado menos "perfecto" de los míos, Los inconsolables, fue sin embargo muy importante para mí, porque me abrió nuevos campos como escritor.
–¿Se puede decir que la impotencia, la imposibilidad de asumir una vida distinta, que tan bien ejemplifica el mayordomo Stevens de Los restos del día, es la preocupación fundamental de su literatura?
–Creo que la gente sólo puede cambiar su vida un poquito. En Stevens se ve a alguien que de una forma muy dolorosa intenta empezar a cambiar su visión del mundo e incluso la de su propia vida. Pero la parte triste es que él, como todos los hombres, comprueba que es muy limitada la parte que puede cambiar. Algo que siempre me ha llamado la atención es el contraste que existe entre la experiencia de un país y la de una persona. Un país puede aprender de sus muchos errores, y así puede surgir una generación nueva que los corrija, pero el tiempo vital de una persona es tan restringido que no le permite esa posibilidad de cambio. En mis primeros libros trataba de retratar personajes que vivían en un mundo que cambiaba muchísimo, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y al final ellos asumían que esos cambios eran positivos para la comunidad, pero que para ellos ya no representaban nada.
–En Nunca me abandones, los chicos del internado de Hailsham son "especiales", deberán realizar unas enigmáticas "donaciones" y después "completar" algo que no se sabe bien qué es. Un cuidadísimo repertorio de eufemismos designa su realidad. No cuesta nada establecer el paralelismo con nuestra época, plena de eufemismos como "flexibilización laboral" o "guerras humanitarias". ¿Ya vivimos todos en Hailsham?
–Bueno, al escribir esta novela yo pensaba esencialmente en los eufemismos que rodean al envejecimiento y la muerte. Todos empleamos una gran cantidad de eufemismos para maquillar y alejar de nosotros la idea de la muerte. En realidad, lo que intenté explicar es el viaje que hacemos desde la adolescencia a la edad madura. Naturalmente, en este caso se trata de un viaje muy extraño, porque para estos niños el recorrido se limita a los treinta años de edad. Pero igual, de alguna manera, quería retratar los estadios que atravesamos desde la adolescencia hasta la edad adulta. Así que utilicé los eufemismos que podemos emplear nosotros para hablar de las enfermedades o la vejez.
–En cierto modo, Nunca me abandones se disfraza de novela de ciencia-ficción, y de internados ingleses, y de terror, así como Cuando fuimos huérfanos lo hacía de novela de detectives. ¿Le encanta jugar con los géneros para dinamitarlos y expandirlos?
–En los casos concretos de Los restos del día y Cuando fuimos huérfanos era muy consciente de los géneros que evocaban; por ejemplo, en el personaje del mayordomo Stevens recordaba la imagen del mayordomo en las novelas de P. G. Wodehouse a modo de trampa, quería engañar con esa imagen, y en Cuando fuimos huérfanos es evidente que jugaba con las novelas de detectives. Pero confieso que en Nunca me abandones no, entre otras cosas porque la ciencia-ficción no es un género que me atraiga demasiado, y tampoco esperaba que mis lectores estuvieran familiarizados con él. En cambio, cuando escribí Los restos del día era consciente de que todos mis lectores sabían lo que era una novela con un mayordomo, y con "Cuando fuimos huérfanos" obviamente sabía que todo el mundo conocía perfectamente lo que era una novela de detectives. Pero en Nunca me abandones me sentí como forzado a utilizar la ciencia-ficción, porque era la única manera de poder narrar la historia que yo quería desarrollar. En el primer intento que hice de escribir la novela, los chicos no eran clones. Yo tenía la idea del libro en la cabeza hacía más de quince años, y entonces me sentía muy presionado por el tema de las armas nucleares, pero sentía que así la historia no funcionaba.
Cuando vi clarísimo que los chicos tenían que ser clones es cuando se me abrió la dimensión verdaderamente trágica de la historia: una generación de seres humanos sin padres, sin familia, sólo creados para servir a otras personas, y cuyas vidas serían muy cortas, no por el peligro de una catástrofe nuclear sino porque así estaban programadas desde un principio. Así es como entré en el territorio de los clones y de la biotecnología. Es como si hubiera llegado a un país por accidente –el país de la ciencia-ficción– sin conocer las costumbres y las leyes de ese país.
–Muchos críticos hicieron excesivo hincapié en que con este libro incursionaba en la ciencia-ficción, pero yo no lo veo así: puedo entender la vida breve de los clones como una metáfora de la fugacidad de la existencia humana en general.
–Desde luego, desde luego. Ese es el corazón de mi libro.
–¿Mantiene viva la lengua japonesa? ¿Lee literatura de su país? Si es así, ¿qué escritores de ese ámbito le interesan especialmente?
–Nunca he podido leer en japonés, pero sí en cambio he visto muchas películas japonesas –particularmente de la década de 1950: Ozu, mi preferido, Kurosawa...–, que es para mí una manera de acceder directamente a la cultura de mi país de origen.
–¿Conoce el cine de Takeshi Kitano?
–Sí, claro. Me interesan mucho las películas de Kitano. En cuanto a escritores, me atrae Murakami. Pero en conjunto, no me motiva demasiado lo que está pasando en Japón: me parece demasiado violento y extraño.
–A pesar de que no lee japonés, ¿cree que le ha influido en algo la cultura nipona?
–Sin duda, tengo una notoria influencia de la cultura japonesa, en especial del cine, en mis primeros trabajos. Y los recuerdos de mi niñez en Japón influyeron en mis primeros textos.
–¿Qué autores le proporcionaron las experiencias más intensas de lectura y a qué edad?
–Mi primer fervor literario transcurrió de los nueve a los doce años, en que leí todas las novelas de Sherlock Holmes. Le diré más: incluso ahora, cuando releo lo que he escrito, detecto algunos rastros de los libros del famoso detective de Conan Doyle. Después, a los diecinueve o veinte años, me apasioné con Dostoievski. Tal vez es difícil encontrar la influencia de Dostoievski en mis novelas, pero de joven me poseyó por completo. En mi primera época de escritor, el autor que más gravitó sobre mí fue Marcel Proust. Cuando escribía mi primer libro lo hacía casi como un guión de cine, con muchísimo diálogo (porque en esa época también escribía guiones de cine), pero entonces leí a Proust y decidí que mi camino literario tenía que ir por otro lado.
Esa manera de escribir a partir de un narrador que apela a sus recuerdos, a lo que tiene guardado en su memoria, y que va involucrando a otras personas, es una influencia muy clara de Proust. Una vez dicho esto, debo confesar que no me gusta especialmente Proust. Por momentos lo encuentro muy snob y muy aburrido (risas).
–Sé que usted es un gran admirador de Astor Piazzolla y del tango. ¿Le interesa también la literatura argentina?
–Sé que a partir de la publicación de una entrevista que me hizo una periodista argentina he quedado sacralizado en ese país como "el fanático" de Maradona, el tango y Astor Piazzolla (más risas). Desde entonces me llueven invitaciones para visitar Argentina... Y sí, me gusta mucho el fútbol argentino, pero no sólo Maradona; también he admirado mucho a Mario Kempes. En cambio debo decirle que, por desgracia, apenas he leído literatura argentina, excepto Borges, naturalmente. Borges, a quien leí cuando empecé a escribir, es para mí una de las figuras fundamentales, con Kafka y Beckett, que han escrito desde fuera del realismo.
Página 12/Bs. As. Argentina
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